En la cola…

He de reconocer que la primera vez que salí a la calle, llevaba confinada 15 días, estaba tan concienciada de la necesidad de ser responsable y solidaria que el miedo me invadió.

Tensión al llamar al ascensor con unos guantes que me hacen sentir torpe y a los que no me acostumbro; empujar la puerta con el culo porque no voy a decir espalda y salir al portal, fue traspasar una frontera invisible.

Noto el aire límpido, cruzo un pequeño jardín, bastante frondoso, hay gotas y pequeños charcos, espejos borrosos creados por el riego automático; continúo caminando con el chirrido acompasado de las ruedas del carrito de la compra (tengo que aplicarles aceite, hasta ahora, no había sentido con tanta nitidez esa partitura a coro que me acompaña al ritmo de mi paso).

No me he cruzado con nadie. No hay circulación, ni coches buscando aparcamiento. Aparece un anciano tras una mascarilla azul cielo, lleva un perro con una correa, es un perro mediano, marrón con el morro blanco y andar cansino. Nos miramos e intuyo que me sonríe, no puedo saberlo con la mascarilla; no le conozco.

Vamos en paralelo hacia el Ahorramás, mi paso es más ligero así que llego antes y me coloco a 2 metros de una señora con una chaqueta beige y zapatillas de estar por casa, tiene aspecto somnoliento y la mirada ausente.

Alzo la vista y pienso, de aquí a media hora, no entro en el súper, esto va muy lento, va para largo.

En el escaparate de la tienda de flores todavía dos tiestos tienen flores, son calanchoes; la vida continúa detrás de los cristales, sin clientes, sin miradas, vida por inercia.

Vuelvo a alzar la vista; llevamos 15 minutos y apenas hemos avanzado. Miro el reloj de pulsera. ¿Estará estropeado? Voy a comprobarlo en el móvil. Lo tengo en la mano y me han llegado varios Whatsapp. Bueno, es una forma de pasar el rato, pienso, voy a contestar. Sostengo el teléfono con una mano pero no soy capaz de hacerlo funcionar con los dichosos guantes. ¿Me los quito?

Me vuelvo para acomodar el carro e intercepto la mirada atenta del anciano. El perro está tumbado a su lado.

Casualmente la persona que mediaba entre nosotros en la cola, se impacienta y se va.

Vuelvo a mirar al anciano, estoy segura que me sonríe aunque no puedo ver detrás de una mascarilla, pero sí, “estoy segura”.

Guardo el móvil en el bolsillo y le saludo: “Buenos días, hemos coincidido en el se-

máforo de camino… Qué perro tan bueno, qué tranquilo…”

… Nos contamos anécdotas, pequeños detalles amables, trabajaba en una imprenta, a mi me encantan los libros pero los de “verdad”, los de papel… Cómo ha cambiado el barrio desde que él llegó hace más de 40 años… Sus dos hijos viven fuera de Madrid, es viudo, está sólo, bueno realmente no está solo porque le acompaña su perro “Cholo”… “Cholo” ¿como el entrenador del Atlético de Madrid? ¡Claro! ¡yo también soy rojiblanca!… ¿Qué pasará con la Champions?…

Fueron más de 30 minutos de charla, sin conocernos, separados por 2 metros, quizás menos, compartiendo, comprando y vendiendo compañía, sabiduría humana sin precio… en LA COLA, sonriendo detrás de una mascarilla.

Pilar Iturrioz

Un comentario:

  1. Espero saberlo hacer, esto es nuevo para mí, me ha gustado lo leido. Gracias.

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