Sobre servidumbres voluntarias

La finalización del confinamiento, la vuelta a esa normalidad que han dado en llamar ‘nueva’ y el guante que nos lanzaba el otro día José Manuel han coincido, en mi caso, con la relectura del “Discurso de la servidumbre voluntaria” de Étienne de la Boétie, pensador francés que en el siglo XVI reflexionó sobre el poder político. De la Boetie escribió sobre por qué los hombres desean servir, y es que según él los hombres se someten a la servidumbre como “encantados y fascinados por el solo nombre de uno”. ¿Cómo comprender que los hombres persigan la servidumbre “si para tener libertad no hace falta más que desearla, si no hay más necesidad que el simple querer”? Y es que, según él, ‘el nombre de uno’ fascina porque hace imaginar el orden en que es superado el anómico caos de una multitud invertebrada de individuos; en fin, el tirano nos garantiza la paz. Y una noticia aparecida estos días no hacía sino refrendar eso: la nostalgia por el líder yugoslavo Tito es cada vez mayor en Serbia y Bosnia. En condiciones difíciles, parece que seguimos priorizando la seguridad frente a la libertad, parecemos seguir dispuestos a prestar nuestra servidumbre voluntariamente al poder a desear el ejercicio libre de nuestros derechos.

Todo ello me ha llevado a pensar si el confinamiento ha supuesto un recorte de libertades, si lo hemos aceptado acríticamente en un ejercicio de servidumbre hacia el poder. ¿Es justificable en una sociedad democrática la reclusión de toda la población impidiendo una de las libertades más básicas como la de circulación? ¿por qué lo hemos asumido servilmente?

Como explicaba hace unos días Mario Vargas Llosa es importante diferenciar entre el confinamiento como pena o castigo infligido por una dictadura a un opositor y una medida democrática, aprobada de acuerdo a ley, que se propone proteger a la población civil. De hecho, la RAE define confinamiento como la “pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto al de su domicilio”. O sea, casi lo contrario a la definición que le hemos estado dando estos días, que los hemos pasado en el domicilio y con ciertas libertadas recortadas. Y esto nos lleva a preguntarnos: ¿ha sido legítimo ese recorte de libertades?

Cuentan que una estudiante preguntó a la antropóloga Margaret Mead cuál consideraba que era el primer signo de una civilización; esperando que contestase que los anzuelos, las ollas de barro o la piedra de moler, Mead dijo que el primer signo de civilización de una cultura fue un fémur que se había roto y luego sanado. En el reino animal si te rompes una pierna, por lo general mueres, no puedes huir del peligro, no puedes buscar comida… Un fémur roto que se ha curado evidencia que alguien ha cuidado al que se cayó, que le vendó la herida, que le ha llevado a un lugar seguro, que le ha acompañado hasta que se recupere… Ayudar a alguien en la dificultad es el momento en que empieza la civilización. O lo podemos decir recurriendo al dicho: “la salud es lo primero”. Tomar cualquier medida que favorezca la salud pública, que proteja a los más vulnerables en una situación de emergencia y, en suma, que evite muertes, parece de pura lógica. Y si estas medidas se toman de forma democrática, en el Parlamento, guardando las formas legales, no hay razón, parece, para tildarlas de dictatoriales.

El caso es que en esta ocasión se han convertido en abanderados de la libertad los que en otras circunstancias sabemos que serían acérrimos partidarios del recorte de derechos. Vecinos de barrios ricos y nostálgicos de otros regímenes nos han sorprendido al convertirse en adalides del libre ejercicio de los derechos. Pero su concepto de libertad parece más cercano al libertarismo que a otra cosa, una libertad que reniega de todo lo que venga del Estado, de los impuestos, de las leyes… en fin de cualquier medida en pro del bien común, ya que el único que existe es el individual. Bueno, tampoco les hagamos mucho caso, que, como ha dicho un humorista, “abrieron los bares y se les pasó el cabreo”.

Así pues, tengo para mí en esta ocasión que en la balanza libertad-seguridad, el peso que ha ganado la segunda frente a la primera ha sido, en fondo y forma, legítimo, lo que no creo en todo caso que nos lleve a solucionar el problema que nos planteaba Javier Cercas. Pero en esta disyuntiva lo que sí creo que nos debemos preguntar es si no hemos llegado a esta situación por falta de responsabilidad individual. ¿No será que todas las medidas que se han tenido que tomar en pro de la seguridad y en detrimento de la libertad se han debido a nuestra imposibilidad de comportarnos responsablemente? Y es que la verdadera balanza creo que reside en libertad vs responsabilidad. La libertad solo se ejerce entre límites y como sujetos morales que somos, conscientes de los condicionamientos de la vida, debemos actuar bajo la condición de la responsabilidad. Vivir sin límites no nos realiza, sino que nos extravía y, como en el desierto, al carecer de todo tipo de referencias, no sabríamos hacia dónde dirigirnos. En cambio, el límite, la perspectiva, nos orienta y nos abre al mundo; conducirse en una ciudad, con sus calles, sus sentidos únicos, sus direcciones prohibidas… es siempre mejor, creo, que en un desierto sin límites. El Juan de Mairena de Antonio Machado recogía una metáfora de Inmanuel Kant sobre la que nos invitaba a reflexionar: la de la paloma que al sentir la resistencia del aire sueña que sin ella volaría más deprisa, sin reparar en que sin aire no podría siquiera volar.

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